jueves, 15 de octubre de 2020

Una breve historia de casi todo

                                     


Así explica el autor de esta magnífica obra de divulgación científica cómo la visión de un dibujo con las capas de la tierra le sirvió de acicate para escribir este libro, a pesar de que él no tenía formación científica. ¿ Qué te sugiere la lectura de esta introducción?


Mi punto de partida para escribir Una breve historia de casi todo fue, por si sirve de algo, un libro de ciencias del colegio que tuve cuando estaba en cuarto o quinto curso.  Era un libro de texto corriente de los años cincuenta, un libro maltratado, detestado, un mamotreto deprimente, pero tenía, casi al principio, una ilustración que sencillamente me cautivó: un diagrama de la Tierra, con un corte transversal, que permitía ver el interior tal y como lo verías si cortases el planeta con un cuchillo grande y retirases un trozo coque representase aproximadamente un cuarto de su masa.
Resulta difícil creer que no hubiese visto antes esa ilustración, pero es indiscutible que no la había visto porque recuerdo, con toda claridad, que me quedé transfigurado.(…) Mi atención se desvió poco a poco hacia la idea de que la Tierra estaba formada por capas diferentes y que terminaba en el centro con una esfera relumbrante de hierro y níquel, que estaba tan caliente como la superficie del Sol, según el pie de la ilustración. Recuerdo que pensé con asombro: ¿Y cómo saben eso?
                                              



No dudé ni siquiera un instante de la veracidad de la información-aún suelo confiar en lo que dicen los científicos, lo mismo que confío en lo que dicen los médicos, los fontaneros y otros profesionales que poseen información privilegiada y arcana-, pero no podía imaginar de ninguna manera cómo había podido llegar a saber una mente humana qué aspecto tenía y cómo estaba hecho lo que hay a lo largo de miles de kilómetros por debajo de nosotros, algo que ningún ojo había visto nunca y que ningunos rayos X podían atravesar. Para mí, aquello era sencillamente un milagro. Esa ha sido mi posición ante la ciencia desde entonces. Emocionado, me llevé el libro a casa aquella noche y lo abrí antes de cenar-un acto que yo esperaba que impulsase a mi madre a ponerme la mano en la frente y a preguntarme si me encontraba bien-.Lo abrí por la primera página y empecé a leer. Y ahí está el asunto. No tenía nada de emocionante. En realidad, era completamente incomprensible. Y sobre todo, no contestaba ninguno de los interrogantes que despertaba el dibujo en una inteligencia inquisitiva y normal:¿cómo acabamos con un Sol en medio de nuestro planeta y cómo saben a qué temperatura está? ; y si está ardiendo ahí abajo, ¿por qué no sentimos el calor de la tierra bajo nuestros pies ?;¿por qué no está fundiéndose el resto del interior?,¿o lo está?;y cuando el núcleo acabe consumiéndose, ¿se hundirá una parte de la Tierra en el hueco que deje, formándose un gigantesco sumidero en la superficie?;¿y cómo sabes eso?;¿y cómo llegaste a saberlo? Pero el autor se mantenía extrañamente silencioso respecto a esas cuestiones...De lo único que hablaba, en realidad, era de anticlinales, sinclinales, fallas axiales y demás. Era como si quisiese mantener en secreto lo bueno, haciendo que resultase todo sobriamente insondable. Con el paso de los años empecé a sospechar que no se trataba en absoluto de una cuestión personal. Parecía haber una conspiración mistificadora universal, entre los autores de libros de texto, para asegurar que el material con el que trabajaban nunca se acercase demasiado al  reino de lo medianamente interesante y estuviese siempre a una conferencia de larga distancia, como mínimo, de lo francamente interesante.

Luego, mucho después (debe de hacer unos cuatro o cinco años), en un largo vuelo a través del Pacífico, cuando miraba distraído por la ventanilla el mar iluminado por la Luna, me di cuenta, con una cierta contundencia incómoda, de que no sabía absolutamente nada sobre el único planeta donde iba a vivir. No tenía ni idea, por ejemplo, de porqué los mares son salados, pero los grandes lagos no. No tenía ni la más remota idea. No sabía si los mares estaban haciéndose más salados con el tiempo o menos. Ni si los niveles de salinidad del mar eran algo por lo que debería interesarme o no. Y la salinidad marina, por supuesto, sólo constituía una porción mínima de mi ignorancia. No sabía qué era un protón, o una proteína, no distinguía un quark de un cuásar, no entendía cómo podían mirar los geólogos un estrato rocoso, o la pared de un cañón, y decirte lo viejo que era...,no sabía nada, en realidad. 
              






Me sentí poseído por un ansia tranquila, insólita, pero insistente, de saber un poco de aquellas cuestiones y de entender sobre todo cómo llegaba la gente a saberlas. Eso era lo que más me asombraba: cómo descubrían las cosas los científicos. Cómo sabe alguien cuánto pesa la Tierra, lo viejas que son sus rocas o qué es lo que hay realmente allá abajo en el centro. Cómo pueden saber cómo y cuándo empezó a existir el universo y cómo era cuando lo hizo. Cómo saben lo que pasa dentro del átomo. Y, ya puestos a preguntar-o quizá sobre todo, a reflexionar-, cómo pueden los científicos parecer saber a menudo casi todo, pero luego no ser capaces aún de predecir un terremoto o incluso de decirnos si debemos llevar el paraguas a las carreras el próximo miércoles. Así que decidí que dedicaría una parte de mi vida (tres años, al final) a leer libros y revistas y a buscar especialistas piadosos y pacientes, dispuestos a contestar a un montón de preguntas extraordinariamente tontas. La idea era ver si es o no posible entender y apreciar el prodigio y los logros de la ciencia a un nivel que no sea demasiado técnico o exigente, pero tampoco completamente superficial. Ésa fue mi idea y mi esperanza. Y eso es lo que se propone hacer este libro.

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